viernes, 15 de enero de 2010

Marosa Di Giorgio

Nació en Salto, Uruguay, en 1934. Escribió poemas y relatos. Su poesía se enmarca en una especie de mitología personal en la que lo cotidiano suele tornarse extraordinario, enigmático, mágico. Marosa Di Giorgio murió en Montevideo, en 2004.




Di Giorgio, Marosa, Los papeles salvajes, Montevideo, Arca, 1971.
Hay una edición de Adriana Hidalgo, mucho más reciente, que recoge la poesía completa de Marosa Di Giorgio.


Los hongos nacen en silencio

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio;
otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son
blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,
la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.
Cada uno trae -yeso es lo terrible-- la inicial del muerto
de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne
levísima es pariente nuestra.
Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y
empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un
águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.
Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.


 Anoche, volvió, otra vez...

Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya habían pasado cien años, bien la reconocimos. Pasó el jardín violetas, el dormitorio, la cocina; rodeó las dulceras, los platos blancos como huesos, las dulceras con olor a rosa. Tomó al dormitorio, interrumpió el amor, los abrazos; los que que estaban despiertos, quedaron con los ojos fijos; soñaban, igual la vieron. El espejo donde se miró o no se miró, cayó trizado. Parecía que quería matar a alguno. Pero, salió al jardín. Giraba, cavaba, en el mismo sitio, como si debajo estuviese enterrado un muerto. La pobre vaca, que pastaba cerca de la violetas, se enloqueció, gemía como una mujer o como un lobo. Pero, La Sombra se fue volando, se fue hacia el sur. Volverá dentro de un siglo.


Para cazar insectos y aderezarlos

Para cazar insectos y aderezarlos, mi abuela era especial.
Les mantenía la vida por mayor deleite y mayor asombro de los clientes o convidados. A la noche, íbamos a las mesitas del jardín con platitos y saleros. En torno, estaban los rosales; las rosas únicas, inmóviles y nevadas. Se oía el run run de los insectos, debidamente atados y mareados. Los clientes llegaban como escondiéndose. Algunos pedían luciérnagas, que era lo más caro. Aquellas luces. Otros, mariposas gruesas, color crema, con una hoja de menta y un minúsculo caracolillo. Y recuerdo cuando servimos a aquella gran mariposa negra, que parecía de terciopelo, que parecía una mujer.


 Di Giorgio, Marosa, Rosa Mística, Buenos Aires, Interzona, 2003.


Lumínile (9)

El invierno es una casa cerrada, sin pintar. Es un altar boca abajo. El descenso a los infiernos. No la habitual honguera, sino el piso fracturado; los tablones rotos, llevan a otro piso igual, y a otro.
Ése desciende a los infiernos con un vestido rojo que tiene ala. No sé quién es. Ya bajaron dos o tres. Para siempre, jamás.
En cada puerta sale y crece el lirio blanco; una mano de adentro, por una hendija, lo saca y lo pone en la olla. Él hierve en el frío, se esponja como nieve. Por un rato hay hilachas blancas por todo el cuarto.
Dentro de la cama yo ofrezco mi ostra, pequeña, oval, ribeteada de coral, por donde Juan lleva y hunde su puñal. Que me parte en dos. Después, yo lo abrazo. Como si no me hubiera querido matar.
  

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